La profecía del Rey decía: “El hijo de Zanmsi, nacido a la luz del Sol, comandará al ultimo ejercito, vencerá al mal y será rey de Zentopía”. Zamnsi sabía la profecía, tuvo un hijo justo al amanecer y lo nombró Zeon. Entonces empezó la Guerra en Invrádria y Zeon fue enviado por su padre. Comandó al último pelotón y triunfó sobre los invasores. Al volver se casó con Gwen, la princesa. El rey dimitió y la profecía se cumplió.
La gestión de Zeon como Rey llevó a la prosperidad económica, la multiplicación social, la expansión territorial y la evolución tecnológica. La paz y el progreso eran fruto del orden y éste de la fe, la fe en el rey, la fe en la profecía.
40 años después, Zamnsi enfermó y llamó a su hijo como ultima voluntad. Zeon escuchó con pánico lo que nunca debía haberse odio. Él tenía un hermano, que era solo un bastardo. Noez, quien fue abandonado al nacer y nada se supo de él. Luego de confesar, Zamnsi murió.
Zeon imaginaba lo peor si se supiera de su hermano. Aterrado, ordenó a sus subalterno buscar al peligroso criminal, el llamado Noez. Una vez encontrado, Noez fue castigado por nacer. Fue encadenado en una piedra en lo alto de las montañas. El Sol le quemó la carne, el hueso, los órganos incluso la memoria y el alma. Hasta que un día, después de largo sufrir, el Sol quemó las cadenas. Noez despertó, pero nada quedaba de él, más que mucha hambre.
Confundido y hambriento, caminó hasta un pueblo, hacia un camino, un suburbio. No vio a los niños, no escuchó los gritos, solo sintió el hambre. Y luego recordó el sabor de la carne. Estaba frente a cadáveres, pero no había culpa, solo más hambre.
El pueblo entero lo corrió como a una bestia asesina, pero Noez no vio gente, ni sintió miedo. No tenía emoción, pero tenía mente, o al menos entonces la tenía, y supo que ellos eran más. Pidió ayuda, pero ninguno de los presentes lo escuchó o lo comprendió. Solo los ausentes. Los cadáveres se levantaron en su ayuda. Y el pueblo murió uno tras otro. Noez pidió ayuda y despertaron, les grito que lo siguieran y obedecieron. Y obedecieron.
Noez ganaba memoria, carne, mente y fuerza sacándoles vida a sus victimas. Pero sus victimas, no importa cuantas fueran, no podían sacarle el hambre. Noez fue de pueblo en pueblo y de país en país. Los pueblos fueron con Noez y avanzaron.
Y llegó a Invrádria. Vio el pasto, los ríos, las montañas. Y empezó a recordar. ¿Qué era Invadirá? ¿Qué eran esos parajes? Y recordó: “Yo estuve acá. Yo peleé acá en una guerra…en un pelotón…el último pelotón. Yo, que venía de Zentopía a luchar por mi país…por mi vida”. Y Noez encontró en el fondo de su ser otra razón para matar, más fuerte que el hambre: el odio.
Invrádria desapareció esa noche, sus edificios y su cultura fueron destruidos y su gente esclavizada. Noez vio lo que había hecho. Se vio a si mismo y recordó entonces quien era el culpable. “¡Zeon!” Y marcharon a Zentopía.
Zeon escuchó que Invrádria había sufrido un ataque devastador. Ordenó a su pueblo refugiarse y sus soldados, incluyendo su hijo y su joven nieto ir a la batalla. Todo Zentopía se ocultó en la fortaleza sur.
El ejército de Zeon nunca había enfrentado a otro tan grande o poderoso. Una semana después, la mitad de sus hombres ya no lo eran y estaban al mando de Noez, incluso Zamnsi II, hijo de Zeon. Ante eso Zeon le ordenó a Zenit, su nieto, que volviera y que se encargara de comandar Zentopía. Que huyeran, lejos. Zenit huyó de la batalla, pero no del peligro, ni del miedo.
Zeon había entendido la naturaleza del enemigo. Su hermano lo quería a él. Se quedó solo contra el enemigo. Noez eligió enfrentar a su hermano solo. Antes de entrar en duelo, Zeon se rindió y le entregó su corona, “Vos debiste ser rey y yo resultar bestia”.
Cuando la corona se posó sobre Noez, recuperó su carne y su mente y sació por fin su hambre. Zeon así, perdió su carne y su fuerza. Noez no detuvo a los súbditos. Zeon entendió su destino. Atacó de muerte a su hermano y se adueñó de los esclavos y luego venció el mal que él mismo había iniciado. “Matémonos”.
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