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lunes, 25 de enero de 2010

Cosas que pasan, a veces

(Este cuento se lo dedico a la Ciudad de Buenos Aires y a sus curiosos habitantes)


Odio ir al dentista. Es una tortura tras otra. Son como 5 torturas, pero quizás sean más, en orden: Levantarse muy temprano, por los intrínsecos turnos que tienen esos burócratas que se hacen pasar por médicos; después, esperar el micro que tarda en llegar a la estación el doble de lo que tarda en llegar a destino (por lo general, esperar en invierno, cuando los abrigos nunca son suficientes y menos aún cuando se espera mojado), luego el viaje parado y apretado por tanta gente en una postura incomoda hasta para respirar y finalmente la tortura en si misma del taladreo del quien tranquilamente podría ser un militar retirado penetrando en los maxilares.

Es una desgracia. El día del dentista es un día menos en la vida. Al menos eso quisiera, que fuera un día menos. Pero hay que vivir ese día, hay que soportarlo. El único consuelo es saber que, al fin y al cavo, va a terminar. Y que, también por sus intrínsecos horarios, faltará mucho para el próximo encuentro. Aún así queda afrontar 3 de las 5 torturas en el viaje de vuelta.

Por suerte ya salí del antro, ya soy relativamente libre. Ahora, a esperar. Hace frio. La fila para el micro tiene al menos 5 personas frente a mí. Aún así, luego de 20 minutos llega el transporte; lleno, por supuesto, pero eso no me impide subir. La masa de gente me empuja contra el costado izquierdo del vehiculo. Trato de mantenerme en pie y miro a mi alrededor.

La gente a mi alrededor. No son necesariamente malas personas. Estoy seguro de que deben estarla pasando tanto o aún peor que yo. Aún así, se que si los molestara de alguna manera o si necesitara su ayuda no pensarían lo mismo de mi. No me ven como un igual, aunque lo soy, todos lo somos. No se dan cuenta de que sufro como ellos, simplemente cada uno busca su propia satisfacción. Me dan casi asco, no tiene expresión en el rostro, ni sacan palabra de las bocas. Es como estar encerrado con autómatas.

Una señora, gorda y vieja se levanta frente a mí. Como cualquier otro me dispongo a sentarme en su desocupado lugar como si siempre lo hubiera merecido. Empuja con su pesado cuerpo hacia delante y solo después grita: “¡Permiso!”. No se como ni porqué, pero logro sentarme. Nunca es una victoria completa, no puede ser un asiento cómodo. Es casi un complot, si yo logro sentarme en este asiento es porque no es cómodo. Además, es uno de esos ridículos asientos que miran hacia atrás. Pero no me puedo quejar (no hay con quien, además) después de todo, estoy sentado.

Y al lado hay una ventana. Entiendo ahora que el propósito de la ventana no es admirar el bellos paisaje como creía de chico, no existe tal cosa en esta ciudad. El propósito es que las personas sentadas sepan antes cuando bajarse y cedan su lugar. Aún así, miro por la ventana para tratar de escaparme del panorama gris y serio de la gente que tengo al lado.

Para colmo, del otro lado de la ventana hay otro vehículo igual al mío, donde todos tiene la misma expresión que acá. Hay una vieja, un hombre, otro hombre, un hombre más grande, una chica. Todos miran para adelante. Y yo los miro a ellos. Todos tiene la misma mirada perdida de “No se para donde mirar y no me interesa”. Los rastreo con la mirada uno por uno. Al final, me quedo mirando igual que todos.


Hay algo raro. Esa chica está mirando al frente también. Puede ser una mirada perdida como tantas otras, pero se dirige a mí. No hago nada, solo sigo mirando. Pero ella persiste ¿acaso sabe que la miro? ¿acaso…le importa? No puedo estar seguro, no se que hacer. Mejor aparto la vista, por un momento. Solo un segundo después, vuelvo a mirar al mismo lugar.

Ella hizo lo mismo y ahora está mirándome. Estoy seguro de que me está mirando. Y yo la estoy mirando y no cambia la mirada. Me está mirando porque la estoy mirando. De golpe todo es distinto. Me siento bien. No puedo evitar sonreír. Ella también sonríe. Es cierto, me está mirando. Es lindo, ella es linda. Me acerco a la ventana y ella sigue ahí. Ahora está casi riendo.

El semáforo cambia a verde. Claro, lo que había pasado es que estábamos detenidos y no podíamos avanzar. Por eso la pude ver. Que experiencia fantástica. No se porque ocurrió, no hice nada, no pedí nada, no me esforcé, simplemente sucedió. Ahora que pasó, lo puedo pensar. ¿Qué pasó? Era una chica linda, era una pasajera. Todos los pasajeros somos iguales. Simplemente me miró porque estaba del otro lado, como yo hice lo mismo. Pero mil veces había viajado y nunca me había pasado algo así. ¿Cuáles son las chances?

Y ahora lo sé. Se que ya pasó. Se que terminó. Hay muy pocas posibilidades de volver a verla. Es más, estoy seguro de que no la voy a volver a ver. Pero la sigo viendo. Sigue acá. Esta acá. Ahora va a estar siempre en mi memoria. Es genial. Es buenísimo. ¡Qué bueno que fui al dentista!

5 comentarios:

Unknown dijo...

Bhamo' Kreiman! Qué buen cuento! Te felicito!

Anónimo dijo...

qué lindo final

si la historia es verdadera, me alentaste a continuar mirando fijo en los bondis

Cronopio dijo...

Filosofemos barato y hagamos zapateo que no es goma: La vida se define entre los que se quedan pensando en sus muelas dolidas y los que miran por las ventanas de los colectivos buscando sorpresas. Mi voto va por los segundos. Tarde o temprano dos chicos sonrientes se bajarán en la misma parada.

Anónimo dijo...

tu cuento me gusto, pero me parecio medio raro. En un momento pense que tu personaje era ella misma y que se estaba veindo en el espejo. Ya que nunca definis su sexo.
Por otra parte, puede ser que n realidad ese eras vos y que habias podido encontrarte con la mirada con una persona del sexo opuesto y que aunque haber ido al dentista resulta algo malo, lo bueno es que la pudiste ver y encontrarla.

male dijo...

que lindo! esas historias fallidas nos pasan a todos, salvo a una amiga que es flor de personaje, salio con un chico del bondi y se mandaron cartas de amor por varios meses, porque el se tuvo que ir de viaje después de conocerla.
lástima que ella no lo espero.

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